Leí su maravillosa novela “Cielos de barro” al poco de estar en las librerías y me emocionó que alguien hablara de Extremadura sin complejos, con cariño, pero sin esquinas en las que ocultar nuestro atraso eterno… Ella me decía siempre: “Jesús -(fue una de las pocas personas a quién nunca me empeñé en corregir por llamarme por mi nombre de pila),- la historia de los pueblos es la que es… no podemos cambiarla, sólo conocerla…” y siempre añadía, con su voz suave y calmada: “lo que sí podemos construir es la historia que se escribirá sobre nosotros en el futuro…”
En marzo de 2000 (ó 2001, ¡que mas da!), nos pusimos en contacto con ella para invitarla a darnos una charla en la Facultad de Medicina, aprovechando que ese año estaba becada por la Uex. En ningún momento nos hablo de dinero, ni de caché, ni de temas logísticos… aún no sé muy bien cómo (aunque imagino que el buen hacer de Elena Puelles –gracias otra vez, Elenita- se ocupó de ello). Llegó el día de recogerla en el Hotel Zurbarán, en mi destartalado y abollado Corsa.
Allí estaba ella, puntual. Era una mujer guapa, sin ser una belleza llamativa, su piel morena y su elegante planta se vestían con el saber estar de la gente tranquila y prudente. Y su voz, siempre su voz… pausada y envolvente, hasta atraparte… Nada más montarse en el coche y abrocharse el cinturón me pidió que le enseñara un poco la ciudad, que ella decía que había cambiado mucho desde la última vez que la había visitado, hace no sé cuántos años… Y yo, encantado de la vida y sin creerme del todo lo que me estaba pasando, intenté enseñarle de Badajoz lo que yo consideraba más atractivo. Un breve pero intenso paseo en coche por la Plaza de España, y el Casco hasta llegar a la Plaza Alta, entonces en pleno proceso de rehabilitación. Me esforcé en recordar y reseñar los pocos datos históricos que entonces conocía sobre esta ciudad de frontera… para después ponerla al día, siempre avisándola (casi disculpándome) de mi subjetividad y mi ingenua crítica, sobre los procesos de rehabilitación, modernización y desalojo de la zona más antigua de la ciudad: la más deprimida y marginal. Y después, como lo que quería conocer era Badajoz, me la lleve al Cerro de Reyes, donde le expliqué lo que ocurrió en la riada del 96. Y luego a Las Malvinas, donde no cruzamos palabra, apenas algún monosílabo. Se nos hizo tarde con demasiada rapidez y recorrimos muy por encima el campus universitario (entonces un erial que mas parecía Seseña que un campus universitario) hasta llegar a la Facultad de Medicina, con sus desconchones y sus goteras…
Ya en la cafetería de la Facultad y tras las oportunas presentaciones de los miembros del Consejo de Alumnos, tomamos un café rápido (ella pidió agua, creo) y subimos al inhóspito y destartalado Salón de actos.
Su charla-coloquio se convirtió en una reunión de amigos con la naturalidad propia de la gente sencilla que sabe lo que se trae entre manos. No éramos más de quince o veinte personas las que nos reunimos allí y yo agradecí enormemente la visita de un par de Profesores de los de antes, de los que se merecen ese título por detalles como aquél.
Apenas recuerdo de qué nos habló, pero habló de su vida, más que de su obra. No dio lecciones ni pretendió convencernos de nada. Simplemente fue natural;y nos animó a intentar mejorar nuestro mundo cercano desde la profesionalidad y la crítica.
No me sorprende que apenas recuerde sus palabras en el acto oficial, pues tuve la suerte de disfrutar de su compañía aún después de la conferencia, y eso es lo que se me grabó para siempre en ese rinconcito de los recuerdos que a uno le hace sentirse vivo y bien sólo con visitarlos de vez en cuando.
Dulce Chacón era una mujer que hacia honor a su nombre; pero que era mucho más que eso. La dulzura y ternura de sus palabras y gestos se acompañaba de una calma que envolvía a todos los presentes hasta llevarnos de la mano a un estado de bienestar que no podía haber imaginado antes, en mis muchos ratos de nervios durante esos días de ajetreo; absorto en la preparación de aquella Primera Semana Cultural de la Facultad de Medicina que tanto trabajo nos dio y que tan buen resultado tuvo, aún asumiendo la escasez de participación en algunos actos.
Pero lo que recordaré siempre fue el rato de relax que siguió a su conferencia-encuentro con los que allí estuvimos aquella tarde. El Sr. Decano, que previamente ni siquiera se digno a aparecer en el acto oficial, asomó la cabeza al término de aquél para saludar a la invitada. Hicimos las presentaciones correspondientes y, al ofrecerse el Decano a invitarla a cenar en nombre de la Facultad… Dulce cruzó su mirada con mis ojos furibundos (yo sólo le había insinuado, sin entrar en detalles, que el apoyo oficial del equipo directivo de la Facultad a nuestra propuesta de Semana Cultural fue absolutamente nulo en las semanas previas, llenas de preparativos y el ajetreo propio de la escasez de recursos económicos y apoyos oficiales; pero no quise echar mierda en lo que por entonces sentía como mi propio tejado). Y respondió educadamente, pero con meridiana claridad, algo así como: “Soy la invitada de los alumnos, me quedo con ellos, muchas gracias”. Y cogió un vaso de plástico, se sirvió un refresco y comenzó a charlar con los que estábamos allí como si tal cosa, en una silla de madera y en medio del habitual desorden del Consejo de Alumnos…
Más tarde, con el tiempo, en alguna de nuestras conversaciones telefónicas y correos manuscritos, tuve la oportunidad de agradecerle personalmente aquel gesto de coherencia y apoyo para con nosotros. Y ella siempre rehuyó el tema, como corresponde a los que saben hacer y estar, como es propio de la mujer humilde y comprometida que era.
En sus últimos meses, ya muy enferma, Dulce desapareció. No contestaba a mis llamadas ni a mis correos. Poco después murió. Y recuerdo que me enteré de la noticia muy pocas horas después de su muerte, al escuchar la noticia como primicia en Radio Nacional.
Y desde entonces, siempre que tengo ocasión, regalo sus libros a mis amigos.
Y desde entonces, siempre que puedo, cuento esta historia, más o menos adornada, para transmitir su mensaje personal de calma y coherencia.
Y desde entonces, de vez en cuando, busco aquellas cuatro cartas que me escribió de su puño y letra… y recuerdo su dedicatoria a mi volumen de Cielos de barro:
“A Jesús, con el deseo de que nunca pierda la ilusión por sanar a los que tiene cerca. Con todo mi cariño y mi más profundo respeto, Dulce.”
Gracias, Dulce.
*La foto es de Flickr
Me has dejado petrificada. Un abrazo guapo. Camino.
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